Leer es vivir
Lucrecia Méndez de Penedo
Hay dos maneras de sentir con gran intensidad: viviendo y leyendo. Y esas dos experiencias, además, se retroalimentan: cuanto más se ha vivido, con más hondura se lee, cuanto más se lee, con más intensidad se vive.
Héctor Abad Faciolince
“Dulzura y amargura de un devorador de libros”
Sabido es que la vida es viaje. Es exploración, descubrimiento, asombro, curiosidad. Frente a encrucijadas de urgencias inmediatas, búsqueda de respuestas o por combustión interna, se traspasan fronteras buscando lo otro, los otros. Y, sobre todo, a sí mismo. La vida es el propio relato de aventuras.
Leer es vivir. Es soñar despierto. Errar, vagabundear con o sin brújula, con cielo estrellado o impenetrable. Leer es aventurarse sin movilizarse. Descifrar la vida. Pensemos en frases tan trilladas como reveladoras: leer las manos, leer la mirada, leer el futuro, leer entre líneas, y tantos etcéteras.
La lectura es el derecho al conocimiento y a algo que llamamos belleza. Algunos describen el texto literario como gozo que aligera el espíritu, lo celebra y reconforta. Otros lo consideran un prodigio que conserva y expande “conocimientos, ideas, sueños.” 1 No obstante, hay que evitar caer en el determinismo ingenuo pues el hábito no siempre hace al monje. Afirma Irene Vallejo: “El hábito de leer no nos hace necesariamente mejores personas, pero nos enseña a observar con el ojo de la mente la amplitud del mundo y la enorme variedad de situaciones y seres que lo pueblan”.2
Contrario a quienes devalúan la literatura desde una visión exclusivamente utilitarista, Nuccio Ordine sostiene la “útil inutilidad de la literatura”3 Esta paradoja expresa que la literatura asume sutilmente la tarea de : “(…) alimentar la esperanza […] transformar su inutilidad en un utilísimo instrumento de oposición a la barbarie del presente, en un inmenso granero en el que pueden preservarse la memoria y los acontecimientos injustamente destinados al olvido.” 4 A pesar no dar garantías de hacer “más humana la humanidad”, 5 ofrece posibilidades. La historia nos recuerda y la ciencia ficción profetiza algunos escenarios atroces donde la palabra fue extinguida o no pudo perforar el hierro y en manos de dictadorzuelos se convirtió en narcótico para el rebaño.
“La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” sentenció fulminantemente Luis Cardoza y Aragón, al develar que detrás de las palabras se esconde otra realidad. Acaso la más verdadera. La que escapa a significado únicos, descontados, planos, estrechos. La literatura revela otros: intensos, complejos, sorprendentes. Aquellos plenamente humanos que oprimen nuestras teclas escondidas, desde las más agudas hasta las más graves.
Hay medios y maneras de desplazarse. Carabelas, naves interplanetarias, carretas, trenes, triciclos, patines. Pero hay uno que rompe tiempos y espacios y cabe en las manos o ahora en una pantalla: el libro. Es espejo y puerta de ida y vuelta. Al tocar -o acariciar-sus páginas, estas se transforman en alfombras mágicas, alas de Ícaro, espejos de Alicia, túneles sin fin, puentes de palabras. Es posible que el más sorprendido sea uno mismo cuando esas páginas se convierten en reflector inquisidor que destaca relieves escondidos que dan textura a nuestro rostro. Y que no conocemos o no hemos querido conocer. Algo así como nuestro diván freudiano particular.
La infancia es el terreno ideal para iniciar la experiencia mágica de la lectura: repentinamente los signos gráficos cobran formas, colores, sonidos. Nos convertimos en dueños y señores de un teatro interior. El encuentro prodigioso entre escritor y lector -sean contemporáneos o no, se conozcan o no- al transgredir las leyes causales y espacio temporales fusiona dimensiones aparentemente opuestas. Creador e intérprete se desplazan en laberintos de espejos de realidades alternas. Una es papel o pantalla: letra muerta mientras no exista el lector. La otra cobra vida por el encuentro de dos ilusionistas que se hipnotizan mutuamente.
A veces en momentos vacilantes -al borde del precipicio o por las nubes-, encontramos claves de interpretación en las páginas de un libro, que se nos estampan como tatuajes. Aunque aparentemente el libro objeto es inmóvil y silencioso, por dentro es un caudal renovándose incesantemente. Según seamos nosotros o las circunstancias, ninguna relectura es la misma.
Afortunadamente. Como práctica cultural la escritura literaria se vale de un instrumento desgastado por el uso cotidiano: el lenguaje. Y en ese sentido todos seríamos poetas en potencia -aunque no abunden un César Vallejo, Netzahualcóyotl o Nicanor Parra. Sin embargo, como lectores somos cocreadores mediante un pacto consentido. Uno propone y el otro dispone. Uno sugiere y el otro se apropia. O no. Porque si hay algo indispensable en ese pacto es la libertad recíproca entre la imaginación y la interpretación. Y existen tantas lecturas como lectores. A lo largo de la vida, el libro va adquiriendo muchas funciones: caja de Pandora, amigo en las buenas y en las malas, telescopio, microscopio y estetoscopio para conocer y conocerse, formador a través de la fantasía, hilo de la memoria, catarsis íntima y compartida. La lectura lentamente nos va transformando: al irnos dando densidad interior, afina la sensibilidad y evade la sensiblería. Va arrebatándonos del conformismo pues al cuestionarnos continuamente nos siembra más dudas que certezas. Ese proceso de curiosidad insaciable acaso sea el verdadero elixir de juventud -la interior, por supuesto-, ya que evita el anclaje en la indiferencia. Esta última, por cierto, un irrespeto en los tiempos que corren.
Todo conocimiento surge de un escepticismo evidente o subyacente. La intuición de que hay algo más allá y más acá. En los libros -y quizás sobre todo en los más fantásticosencontramos un registro de saberes acerca de la condición humana. Precisamente por eso y desde los primeros años, la lectura no debería ser una imposición arbitraria o peor, tediosa, pues como decía Manuel José Arce: “Hay que enseñar que la poesía no muerde”. Para quienes no tengan la oportunidad de aprender a leer, las letras serán solo manchas inertes y vivirán lisiados probablemente sin saberlo. En esta discriminación ya se esconde el germen nocivo de la censura.
La tradición oral constituye archivo del imaginario y de la memoria y, en determinadas circunstancias, cobijo histórico para culturas en resistencia. En países como el nuestro, de rica diversidad cultural, el niño que crece escuchando cuentos y leyendas en su propio idioma ya estará encaminado a disfrutar de la lectura e irá percatándose de pertenecer a una determinada comunidad. Y eventualmente en el futuro podrá escribir sus propios relatos para consumo propio y ajeno.
Al leer también traspasamos fronteras simbólicas históricamente marcadas por el poder, ya que desafiar la ignorancia y abogar por la plenitud humana conduce tarde o temprano a cobrar conciencia. El libro entonces se convierte en instrumento para el crecimiento de una sociedad realmente democrática en donde acceder al conocimiento de las culturas no sea un privilegio, y podamos aproximarnos y convivir sabiendo que somos tan iguales como diferentes. Donde usemos inteligentemente los recursos tecnológicos para el aprendizaje de la lectura. Y la felicidad sea también un derecho o como mínimo, una justa aspiración. Los libros pueden contribuir estratégicamente a derrumbar la mediocridad, los estereotipos, los dobles y triples discursos; a encerrar las manadas de lobos y asaltadores de diligencias e ignorar a quienes sostienen índices y cánones congelados. Estar atentos al riesgo de reproducir el sacrilegio cultural de la quema de libros en cuyas llamas de intolerancia e ignorancia todos hemos ardido. Y así impedir un futuro empañado de humo o peor, de cenizas.
Después de que hemos cerrado un libro que nos ha apasionado, permanecen resonancias que nos marcan y persiguen obsesivamente. Así se va definiendo nuestro muy legítimo gusto personal y vamos construyendo un pequeño santuario: la propia biblioteca, alero para el reposo y el goce.
Nos vamos transformando a lo largo de años de lecturas. El legado más valioso es adquirir una mirada crítica. A abrirnos a otras voces y discursos, sobre todos aquellos cercanos, pero hasta hace poco invisibilizados y silenciados. Pienso en narrativas contrahegemónicas como el testimonio de Rigoberta Menchú. A apreciar sin recetas previsibles o balanzas desequilibradas evitando el didactismo bien o mal intencionado. La lectura crítica exige interpretaciones y apreciaciones no monocordes que asimismo tomen en cuenta los contextos de entonces y de ahora para no falsear las voces.
O ver aparecidos. Todo lo expresado hasta aquí resalta la importancia de la XXI Feria Internacional del Libro de Guatemala (FILGUA 2024), centrada en el urgente tema de las migraciones, dedicada este año al narrador y apreciado ensayista Francisco Pérez de Antón, así como a conmemorar el cincuentenario del fallecimiento de nuestro Premio Nóbel, el siempre presente Miguel Ángel Asturias, con el apoyo de la Asociación Gremial de Editores de Guatemala y del Ministerio de Cultura y Deportes. Celebramos algo que siempre nos ha faltado como sociedad: la comunicación. Esa que dialoga paritariamente, sin prejuicios o exclusiones. Y el libro es el espacio ideal de encuentro e inclusive para el desencuentro entre antagonistas, pero no necesariamente enemigos. Esta fiesta la sentimos como tregua a la cotidianidad; pausa festiva donde no solo se habla de libros, se puede verlos y hasta tocarlos. Algunos de ellos viejos amigos y otros que esperan serlo. FILGUA propicia un saludable circuito migratorio. Necesitamos invadirnos mutuamente, mas ahora en un mundo globalizado donde circulamos transnacionalmente y las fronteras se han convertido en espacios de indefinición, pero también de apertura física y tecnológica.
Afirmaba al inicio que leer es vivir, algo muy diferente a sobrevivir por necesidad o por comodidad. En un país perennemente amenazado por el colapso, todavía con un alto índice de analfabetismo absoluto y funcional, el acceso la lectura constituye un privilegio para tomarle el pulso a nuestra realidad e imaginarla diferente. La indignación impide desviar la mirada: requiere un compromiso que cada uno asume desde su propia circunstancia individual o colectiva, Estado incluido. Nuestro peregrinaje será más significativo en la medida en que logremos incidir para acercarnos si no a finales felices, al menos esperanzadores.
Para concluir, me viene a la mente la estatua de la oveja negra del extraordinario fabulista que sigue siendo Tito Monterroso. Una ingeniosa metáfora del sujeto incómodo al sistema, fusilado e inmovilizado en una estatua, proceso que se repite hipócritamente cada vez que se fusilaba a uno nuevo. Si trasladáramos esta metáfora al escritor incómodo, burlaríamos tranquilamente la censura, ya que la voz perdura más en los libros que en monumentos y por tanto es imposible enmudecerla.
Ahora quizás lo que necesitamos sea más ovejas negras, pero esta vez, de lectores. Que la lectura los perturbe y les cambie el color del pelaje. De FILGUA esperamos manadas de ovejas negras no congeladas en mármol o bronce, sino de esas que desentonan, que no se ponen lentes rosados. Las imaginamos retozando libremente. Las ovejas que el país necesita, las que se resisten a ser rebaño.
Guatemala, 5 de junio de 2024
(Palabras de la Dra. Lucrecia Méndez de Penedo, Directora de la Cátedras Rafael Landivar y Miguel Ángel Asturias de la Universidad Rafael Landívar, para el acto de lanzamiento de FILGUA 2024, Palacio Nacional de la Cultura, 6 de junio, 2024)